Te
he perdido.
Levanto
alfombras, cambio de sitio las sillas, vuelvo las mesas del revés, hago
montañas con las sábanas por si te dejé olvidado entre ellas. De vez en cuando
echo una ojeada bajo la cama (como me muevo tanto por la noche, tengo miedo de
haberte dejado caer).
Todavía
no entiendo cómo pude perderte. Siempre estaba pendiente de ti, porque eres un
hombre muy pequeñito que apenas ocupas sitio. No alzas la voz, no gesticulas,
no haces aspavientos. Eres como un piano con sordina.
Sin
embargo, cuando te conocí, te presentaste de una forma casi impúdica. No sólo
quitaste la sordina, ¡parecía que llevabas una orquesta! Una sinfonía llena de
acordes de gestos, arpegios de miradas. Dejaste que me asentara en cada compás,
que me entretuviera acariciando las cadencias, que temblara con las
disonancias. Llegué incluso a introducir variaciones y no te molestaste.
No
recuerdo cuándo los instrumentos iniciaron su diminuendo hasta
quedar sordos. Dejé de oírte. Poco después fuiste palideciendo hasta adquirir
el mismo color que la pared del dormitorio, y dejé de verte. Me conformé con
olerte, acariciarte, sentirte...
Pero,
desde hace unos días, no reconozco tu olor en la casa. No alcanzo a comprender
que desaparecieras sin decirlo; eres tan delicado que esas cosas quedan fuera
de ti. Debo haberte perdido.
Sigo
buscándote. Tras el sofá, en la nevera, bajo la cama...
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