Microcuentos

Cuento de Navidad
Las gotitas de lluvia se estrellaban, a ráfagas, contra los cristales de la habitación. El fuego en la chimenea no conseguía paliar el frío que entraba en susurros por las rendijas de las carpinterías. Pero, por esas mismas rendijas, también se colaban los villancicos que la escolanía de la ciudad cantaba en la misa del gallo. Don Humberto, el párroco, dejaba las puertas abiertas a conciencia, a pesar de las quejas de sus feligresas. Que nos resfriamos, don Humberto, le decían. Que ya somos mayores y verá usted la de entierros que va a tener que atender. Pero él sólo sonreía, contento de pensar que, al menos durante una noche, sus vecinos tendrían que escuchar sus oraciones.
(Continúa)

Nino
Mi amigo Antonino fabricaba emociones. Había heredado el taller de su padre, un hombre bajito y arrugado, que dedicó las últimas décadas de su vida a instruir a su hijo en las complicadas técnicas de recolección, destilado, envasado y distribución de sentimientos. Tanto inspiró a su hijo que, a su muerte, mi amigo se convirtió en el vendedor de emociones más profesional de la región.
(Continúa)

Cobre y hojalata
No fui hecho para llorar.
Sus lágrimas resbalan por sus mejillas. Lentas, voluntarias, acarician todos los surcos e su cara, desde los ojos hasta la barbilla. Allí se cuelgan, se detienen un punto y saltan, suicidas, hacia su pecho.
(Continúa)

Capo Vaticano
Nos sentamos en la terraza, que termina justo donde cae el acantilado. Ha sido un día largo y amenaza tormenta, pero el mar nos atrae tanto -a unas porque nunca lo vemos, a la otra porque nació en él- que decidimos apurar un poco más la tarde a riesgo de perder el tren.

Vino tinto
Se diluyen las líneas y asoman los colores a manchas. Ya no hay hojas y tierra y nubes y cielo, sino verdes, marrón tostado, azules y rosas y morados.

Regreso
Mírame, ¿crees que no te entiendo? Sé cómo se te echan las calles encima. Sé como intentas que no te afecte pero a la vez no quieres que termine. Porque hay algo bonito en pasar las tardes arrebujada en los recuerdos, ¿verdad? Te dejas envolver en sus olores y todo está igual que antes. (Continúa)

Sal y limón.
Se sentaba frente a mí y la dejaba hablar mientras le servía las copas. Me entretenía la noche del jueves. Rayaba el cristal de la copa con sus largas uñas negras.

Terror.
Corro, alejándome de las pisadas de caballos. Esta vez he ido demasiado cerca. Sólo me salva mi agilidad, el conocimiento del terreno. Salto entre piedras, entre los matorrales me dejo jirones de la camisa.

Fantasmas.
-Todos se fueron -me dice- a trabajar a la ciudad.
Viste de negro. Se ha ofrecido a hablar conmigo en la entrada del pueblo, junto a su casa. Tiene ganas de charlar, no le incomoda la grabadora ni la cámara de fotos. Algunas viviendas quedan en pie de milagro, el único jardín cuidado es el suyo.

¿Ves...
...aquel restaurante? El que se ve entre las montañas que parece que flota sobre la niebla. Ese de tejados de plomo y ventanas de piedra. En ese restaurante se habla con voz áspera y se tose con frecuencia. A los niños, escúchame bien, les crece barba cuando entran.

De vuelta.
Alisó con mimo el pincel. Tal vez debía encontrar otro algo más sedoso, más fino... Es igual, se apañaría. Mientras limpiaba el soporte las ideas se le escapaban y casi se grababan solas.

El gato.
Desperté. El dolor de cabeza que me había interrumpido el sueño se hacía más agudo. Intenté no moverme para que la luz no se encendiera. Llevaba días sin necesitarla y me hería los ojos. Recuerdo que aquellas últimas semanas apenas si me levantaba de la cama. Cuando me fallaban las fuerzas me obligaba a comer esas insulsas pastillas que engañaban al estómago, los nutrientes que repartían los de protección civil.

Miércoles noche.
La tarde se desvanecía. Sólo lo miraba. El cuello corto, el pelo largo, gris y grasiento. Pero esas manos... ¡Ay! ¡Benditas manos! Las posaba sobre el piano y transformaba el mundo. ¡Qué gritos, qué desgarros! Las notas la envolvían sin poder hacer nada.

En el principio.
Cuentan que el primer arquitecto jamás quiso ser arquitecto.

Primavera.
"Tengo dos días, sólo dos días, dos días..." Se repetía la frase una y otra vez, a modo de jaculatoria. Llevaba semanas soñando en esa textura sedosa, en los brillantes colores, en las miradas de envidia que recibiría. En lo que vería recorriendo el mundo entero. Porque ataviada de tal manera sus ojos debían ver de un modo distinto. Estaba segura.

Feria de abril.
Pero niña, qué guapísima que vá. Y qué jaleo. ¡Qué jaleo! Que pa está en crisi, hay que vé la de gente que hay en la caseta. Si es que la feria é lo mejó que hay. Escucha. Si es que pa mí esta semana es gloria. Er paraíso, vaya.

Pasos a la luz de la luna.
Pasea solo, vestido de oscuro, por las calles de la ciudad. Los padres retienen fuerte a sus críos cuando lo oyen, las mujeres cruzan la acera al verlo, y los vecinos lo echan de los portales en los que duerme. Él parece ajeno a todos, sólo mira la luna, fiel compañera de tantas noches.

Te he perdido
Te he perdido.
Levanto alfombras, cambio de sitio las sillas, vuelvo las mesas del revés, hago montañas con las sábanas por si te dejé olvidado entre ellas. De vez en cuando echo una ojeada bajo la cama (como me muevo tanto por la noche, tengo miedo de haberte dejado caer).

Luna.
Dicen que, dentro del bosque, entre los árboles más profundos, se abre un claro. Allí, desde antes que los mayores puedan recordar, se alza una casa de piedra cuyas ventanas permanecen siempre abiertas. Sin embargo, la recia puerta de roble jamás se abre y soporta, incorruptible, lluvias y nevadas. Algunos creen que la casa está embrujada.

¿Tú?
La veía en todos lados, fragmentada como un cuadro cubista.

No hay comentarios:

Publicar un comentario