Elvirica y María Jesús


Era el cuento que más nos gustaba porque era muy muy largo, lo que atrasaba la hora de dormir, y nos hacía reír lo suficiente como para despejarnos y poder pedir otro. Ahora que su memoria se hace cada vez más pequeña y va tirando lo inservible, me toca a mí hacer de despensa de cuentos, que no se echen a perder. Hasta que le pase a otro el testigo.
Elvirica y María Jesús eran dos criadas que servían en casa de un médico. Era Elvirica una muchacha despierta, muy viva, con muchísima imaginación. Aunque servía a gusto en la casa, no quería quedarse allí toda su vida. Soñaba con aventuras. María Jesús, en cambio, era una chiquilla pava, que hablaba así muy suavito, que no quería salir de casa por nada del mundo y que, al fin, acababa siguiendo siempre a la loca de su amiga.
Una noche que se preparaban para acostarse vio Elvirica a lo lejos una luz y se la señaló corriendo a su compañera.
-Pues no sé qué será -le respondió esta- anda, vamos a dormir, Elvirica.
-¿Dormir? ¿Sin saber lo que es eso? ¡Ni hablar! Vístete, Maria Jesús: nos vamos.
Cuando llegaron a la luz resultó ser, ¡una cueva de ladrones! Los muy torpes se habían dejado la puerta abierta y la luz encendida. Allí tenían guardados todos sus tesoros. Las dos mujeres, sobre todo después del rapapolvo de Elvirica a Maria Jesús, cogieron todo lo que pudieron en los bolsillos de sus abrigos, en sus enaguas...
Al día siguiente vieron de nuevo la luz y volvieron, esta vez con bolsas y sacos, a pesar de las quejas de María Jesús, que insistían en que las iban a pillar. Los ladrones habían vuelto a dejar la luz encendida y la puerta abierta. Las niñas robaron tan poco el día anterior que no se dieron cuenta. Pero esta segunda vez, cuando regresaron a su cueva por la mañana, el jefe de los ladrones notó la falta de monedas de oro y plata, de joyas.
-Esta noche -dijo- volveremos a dejar la puerta abierta y la luz encendida, pero nos quedaremos escondidos. Y daremos una lección al que nos está robando.
Las dos mujeres, por la noche, se pusieron de nuevo en camino. Elvirica hacía oídos sordos a las quejas de María Jesús.
-Pero Elvirica, ¿no tenemos ya bastante? Que nos van a pillar, y como nos pillen nos van a matar -gemía- ¡Elvirica...!
-María Jesús, calla, y no seas tonta. Estos ladrones son unos torpes que se dejan la puerta abierta y la luz encendida. No nos van a pillar.
Pero en cuanto entraron a la cueva, todos los ladrones se echaron sobre ellas y las atraparon.

-¿Así que sois vosotras las que me robáis? -el jefe de los ladrones se presentó ante ellas-. Bien, bien, bien. Esta noche os encerraremos en el sótano mientras nos vamos a robar. Mañana veremos qué hacemos con vosotras.
Cuando se quedaron solas, María Jesús renovó sus lamentos. Entre lágrimas le decía a su compañera:

-¡Ay, Elvirica! ¡Te lo dije, Elvirica! Que nos iban a coger y ahora nos han cogido y nos han encerrado... ¡Y qué vamos a hacer! ¡Ay, Elvirica! Que nos van a matar, nos van a matar... ¡Te lo dije, Elvirica!
-Calla.
-¡Pero Elvirica...!
-¡Calla!  Mira, he encontrado tres tinajas, a ver qué tienen. A lo mejor nos sirven -abrió la primera y la probó-. ¡Puag! Agua rancia. A ver, la siguiente... ¡Uf! Aceite rancio... ¡Ay! María Jesús, deja de llorar -Elvirica había llegado ya a la tercera tinaja- ¡Esto es vinagre!
-¿Y qué? -lloriqueaba.
-Dame tu zapato.
-¿Para qué...?
-Deja de llorar y dame tu zapato. Mójalo en vinagre. Las paredes de este sótano están hechas de barro, saldremos en un plis. Venga. Zapatazo de vinagre y, ¡pum!, a la pared. Zapatazo de vinagre, ¡pum!, a la pared.
Estuvieron así toda la noche hasta que consiguieron abrir un boquete y escaparon. Cuando llegó el jefe de los ladrones, preparado para darles un escarmiento, montó en cólera. No sólo le habían robado y se habían escapado, sino que encima estropeaban su sótano y tiraban su vinagre.
-Se va a enterar... Se va a enterar esta Elvirica.
La noche siguiente llovió muchísimo. Cuando se estaban preparando para acostarse llamó a la puerta un caminante, que pedía refugio durante la tormenta. La señora, que era buena, lo hizo pasar a la cocina y encargó a las criadas que le prepararan algo de comer y un lugar para dormir. María Jesús se acercó a Elvirica:
-Este es el jefe de los ladrones -le dijo entre gemidos- ¡Ay, Elvirica! Que este viene a por nosotras y nos va a matar.
-Eso es lo que él se cree. Déjame a mí, verás como lo escarmentamos.
Cuando pasó la tormenta, se acercó a la ventana.
-¡Uy! ¡Qué cosa más extraña! Allí, a lo lejos, por dónde se ha ido la tormenta, hay unos hombres que van andando con las manos y los pies en alto.
El jefe de los ladrones se acercó con sincero interés.
-No veo nada.
-¡Cómo que no! Asómese. Asómese más, que están lejos. Allí, allí, ¡asómese más!
Y cuando el ladrón estaba ya de puntillas y con medio cuerpo fuera, Elvirica lo agarró por los tobillos y lo lanzó a la calle.
-¿Creías que no te reconocería? Pues sí, que sé quien eres.
-¡Ay, Elvirica! Cuando me recupere te vas a enterar.
El pobre ladrón se debatía entre gemidos, magullado, con las piernas rotas. El resto de su banda acudió a sus gritos y lo llevaron a su cueva.
Al día siguiente Elvirica hablaba con María Jesús.
-¿Sabes? Creo que debo darle un buen escarmiento a ese jefe de los ladrones. Vino a por nosotras: que se rompa las piernas no me parece suficiente castigo.
-¡Ay, Elvirica! -gemía la otra- pero déjalo ya, que ese hombre es malo, que te va a hacer daño...
-Calla, María Jesús, y ayúdame a disfrazarme, que tengo una idea.
Cogió una bata y un fonendo del dueño de la casa y pidió un burro a la señora, diciéndole que tenía un primo muy enfermo y que si podía ir a verlo. La señora, enternecida, le dejó el burro y el día libre.
Vestida con la bata y con un bigote, se colgó el fonendo del cuelllo, se montó en el burro y se colgó alrededor del cuello un cartel. "Médico a la vista", decía. Se dedicó la tarde a dar paseos alrededor de la cueva de los ladrones, hasta que salieron a su encuentro. Venga usted, le dijeron, que nuestro jefe está malo.
Entró Elvirica en la cueva sin que nadie la reconociera y, tras examinar las piernas del paciente, llamó a uno de los ladrones.
-Ve al pueblo -le dijo- y tráeme esta pomada
Cuando este se hubo marchado llamó al siguiente.
-Ve al pueblo, que he olvidado que necesito unas vendas.
Y así, poco a poco, fue mandado a todos los ladrones al pueblo hasta que se quedó sola con el jefe.
-¿Qué? ¿Me reconoces? ¿No? ¿Y ahora?
Se quitó el bigote y la bata.
-¡Ay, Elvirica! ¿No te ha bastado con romperme las piernas?
-¡No! Tú fuiste allí a matarnos, así que te vas a enterar.
Se quitó el cinturón y comenzó a golpearlo hasta que lo dejó tan magullado que dejó de quejarse. Cuando los ladrones llegaron con los medicamentos lo encontraron aullando, hecho un ovillo de dolor.
-¡El médico era Elvirica, estúpidos! Nos ha engañado, me ha engañado... ¡Ay! Me vengare, ¡en cuanto me recupere me vengaré de esa mujer!

Al cabo de los meses, un hombre muy elegante se presentó en casa del médico, pidiendo ver a Elvirica. La señora, viendo a aquel joven tan apuesto, no tuvo inconveniente en que se viera con su criada. El ladrón se dirigió a ella con voz dulce y lágrimas en los ojos. Le prometió de mil formas distintas que en los meses que había estado malo había pensado mucho y se quería reconvertir y dejar los robos. Y que ella lo había ayudado. Y que sólo quería hablar con ella. Comenzaron a verse y, al tiempo, él le confesó su amor y le pidió casarse.
-¡Ay, Elvirica! -le decía María Jesús- ten cuidado, que ese hombre es malo, que es muy malo. ¡Ay, Elvirica!
-No te preocupes. Este cree que me va a engañar. Ya lo veremos. ¡Lo que me voy a reír!
Y le contestó al ladrón que sí, que se casaría con él, pero con condiciones.
-Me quiero casar del revés -le dijo.
-¿Del revés? Pero Elvirica...
-Sí. Quiero casarme con unos zapatos que tengan el tacón delante y la punta detrás.
-¡Pero mujer...!
-El velo que se recoja por delante y que caiga por detrás.
-¡Elvirica...!
-Y el vestido con la cola delante y el escote detrás.
-¡Pero mujer! ¡Entra en razón! ¿Cómo te vas a casar así? ¿Dónde vamos a encontrar a alguien que te haga eso?
-Pues o me caso así, o no me caso.
Y al pobre ladrón no le quedó más remedio que buscar a un satre y a un zapatero que quisieran hacer tan estrafalario encargo.
A la falsa boda acudieron todos los ladrones. El cura era también un ladrón disfrazado. Al final del día, los recién casados se trasladaron a la casa del novio. Antes de entrar al dormitorio, Elvirica le pidió:
-Espera un momento fuera, que debo prepararme. Y no enciendas la luz cuando entres, que soy muy vergonzosa.
Cuando la mujer se quedó sola, cogió un globo y lo llenó de miel. Lo recostó en la almohada, lo tapó a medias con la colcha y le ató una guita. Ella tomó el otro extremo y se escondió bajo la cama. Entró encontes el ladrón, que no se dió cuenta del engaño, y se recostó al lado de lo que creía la cabeza de ella.
-Elvirica -le preguntó- ¿te acuerdas cuando ibas con tu amiga a mi cueva y me robabas mis tesoros?

-¡Sí...! -desde abajo, la mujer hacía asentir el globo con la guita.
-¿Y te acuerdas cuando te encerré en mi sótano y al escapar me lo destrozaste y me dejaste sin vinagre?
-¡Sí...! -osciló de nuevo el globo.
-¿Y te acuerdas cuando me refugié en tu casa y me lanzaste desde el balcón y me rompí las piernas?
-¡Sí...!
-¿Y te acuerdas cuando, estando yo malo, te disfrazaste de médico y me pegaste una paliza?
-¡Sí...!
-¿Y te acuerdas de lo que me has hecho pasar estos meses buscándote un vestido del revés?
-¡Sí...!
-Pues para que te acuerdes de mí, te voy a desfigurar la cara y te quedarás fea para toda la vida.
Sacó una navaja y rajó el globo de parte a parte.
La miel salió disparada y cayó una gota en sus labios. El ladrón se echó a llorar al probarla.
-¡Ay, Elvirica! ¡Qué sangre más dulce tienes! ¡Ay! ¿Pero qué he hecho? Que te he desfigurado para toda la vida, a ti, que eres tan dulce... ¡Ay, Elvirica! -el ladrón se sinceraba por primera vez- ¡Pero si yo te quiero! Sólo pensaba en vengarme y he terminado queriéndote...
Elvirica, al escuchar esto, salió de su escondite, sin parar de reír.
-¡Que te he engañado, que estaba escondida! -le decía. Y le explicó el engaño entre risas y abrazos sinceros.
-Entonces, ¿tú me quieres también?
-¡Pues claro! ¿Qué te creías?
Se casaron de nuevo, esta vez de verdad. Y vivieron felices y comieron perdices.

Colorín colorado, este cuento se ha acabado. Ala, ¡a dormir!

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