La señorita Virginia

Fue en diciembre del 85 cuando la señorita Virginia pisó la nieve del colegio por última vez. Tengo compañeras de clase que aún hoy juran que la vieron hacer una bola de hielo y lanzarla al despacho de la directora antes de desaparecer por el camino de la estación.

Es curiosa la huella que dejó en el colegio. Todavía me parece escuchar el ruido de sus tacones en las aulas vacías y el reflejo rojo de su pelo en los cristales de las puertas. Aunque esa clase ya no se parecía apenas a la que ocupaba aquel año.  Dejé el silencio del pasillo y volví al patio, a la reunión de antiguas alumnas. Muchas profesoras, ya jubiladas, se unieron para acompañarnos en el XX aniversario de nuestra promoción.

Habíamos organizado unas mesas en el jardín, aprovechando el día de sol, y el recreo parecía más animado que cuando llenábamos las aulas. Esta vez las profesoras son cómplices y se unen a nuestras risas en vez de mandarnos callar. A medida que se vacían las jarras de cerveza íbamos recordando anécdotas, confesábamos nuestras gamberradas. Por un momento casi nos pareció que esos 20 años no habían pasado. Y, de repente, una sola frase consiguió que se hiciera el silencio.

-Oye, ¿y qué fue de la señorita Virginia?

Las profesoras evitaron las miradas. La antigua directora volvió la cabeza, incómoda, al campanario de la capilla. Como antes, en mi visita a las aulas, recordé a aquella profesora, a la que nadie volvió a ver después de aquella nevada de COU.

La señorita Virginia fue una profesora extravagante. Estoy segura que mis compañeras, al igual que yo, todavía recordaban sus sombreros, sus faldas asimétricas y sus vestidos de colores chillones. Pero también que nos hizo escribir poesías durante todo el invierno al pino seco de la entrada del colegio y que el día que explicó la obra de Juan Ramón Jiménez trajo a clase un burro que rebuznó y todo. Las mayores nos contaban grandes leyendas sobre ella, que nosotros a su vez, transmitimos con religioso pudor a las pequeñas. Se decía que llegó a enfadarse tanto con el libro de matemáticas que lo quemó y envió las cenizas a su autor, que hizo que saliera fuego de un dragón de cartón y que consiguió que las pequeñas bucearan en una piscina sin agua.

Aún estaba mirando al suelo, recordando estas anécdotas, cuando mis compañeras rompieron el silencio.

-Me enseñó a leer con entonación.

-Me descubrió la poesía.

-Consiguió que hablara mirando a los ojos de los demás.

-Y dar los buenos días al llegar.

-Convenció a mis padres para que me matricularan en Bellas Artes.

-Aprendí a hacer la lateral. No la he vuelto a hacer, pero la hice.

-Recuerdo que consiguió llevarnos de excursión a esquiar.

-Y a no gritar y a tener paciencia.

-Ya te digo...

-¡Y un día trajo un burro a clase!

-Eso es imposible.

-Pero lo hizo.




En el camino de vuelta hablaba con Carmen, mi mejor amiga desde BUP.

-Oye, ¿a ti llegó a darte clase la señorita Virginia?

-Pues ahora que lo dices, creo que no. Tengo recuerdos de ella, pero no consigo situarla en ningún curso. ¿A ti?

-Tampoco. Y ni siquiera la vimos el día que se fue, ¿te acuerdas? Nuestra clase daba al patio.


Y fue entonces, al entrar en el coche y girar la llave de contacto, cuando lo comprendí todo. El secreto mejor guardado del colegio por generaciones de profesoras: la señorita Virginia nunca existió. Fueron todas ellas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario