Cuento de Navidad

Las gotitas de lluvia se estrellaban, a ráfagas, contra los cristales de la habitación. El fuego en la chimenea no conseguía paliar el frío que entraba en susurros por las rendijas de las carpinterías. Pero, por esas mismas rendijas, también se colaban los villancicos que la escolanía de la ciudad cantaba en la misa del gallo. Don Humberto, el párroco, dejaba las puertas abiertas a conciencia, a pesar de las quejas de sus feligresas. Que nos resfriamos, don Humberto, le decían. Que ya somos mayores y verá usted la de entierros que va a tener que atender. Pero él sólo sonreía, contento de pensar que, al menos durante una noche, sus vecinos tendrían que escuchar sus oraciones.

Y eso es lo que hacía nuestro protagonista. Intentaba leer un libro frente a la chimenea, pero su mente se negaba a concentrarse en las letras y vagaba entre los villancicos y los recuerdos. Ahora se había parado a pensar en Rosita, la señora de Manolito que quedó viuda hacía ya diez años, cuando su marido se despeñó hacia el barranco volviendo borracho de las fiestas de la patrona. Y es que hay que ver lo que pasó la pobre con semejante hombre al lado. No como Gregoria, la hija de Pepi (Pepi la de las casas de arriba, que además había ido al colegio con el padre del protagonista), que tenía un sol de marido. Porque, otra cosa no, pero bueno sí que era ese hombre. Tan bueno que apenas protestó cuando Román, el de los tractores, lo embarcó en un negocio imposible que casi los lleva a la ruina. Aunque claro, a lo mejor es que en vez de bueno el pobre era tan tonto que no se enteraba de la misa la mitad. Como le pasó al hijo de Tomás. Dos años de novios con Daniela para que al final ella se casara con el de Madrid. Y anda que tardó poco, que a los dos meses de cortar ya se estaba haciendo el traje blanco para el otro. El pobre no se enteró de nada. También es que, quién se lo iba a imaginar, con la buena fama que tenía la familia de la niña.

Pero todo eso ya le importaba poco a nuestro protagonista. Porque, en realidad, ya no había nada. No estaba Rosita ni el borracho con el que se había casado, ni Pepi ni Gregoria ni el bueno del marido de Gregoria, ni María Asunción la panadera ni Román el de los tractores ni el hijo de Tomás, el que se puso de novio con Daniela que lo dejó por el de Madrid... Pero tampoco estaban las casa de arriba, ni el ayuntamiento de piedra ni la plaza. No había lluvia ni cristales ni iglesia ni misa de gallo ni niños ni cura. Nada, nada, nada.

La soledad entraba por sus viejas carpinterías, tan viejas que ya no cerraban, y lo llenaba todo de una lluvia fina que calaba hasta el alma.

Nuestro fantasma tiró gafas, libro y manta y, en pie, hinchó los pulmones, ensanchó las costillas, colocó la voz... y cantó a nuestra soledad.

-¡Noooel, noooooel...!

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