-Quiero
ser pirata -me dijo-, pero me mareo en el mar.
Me
reía al hablar con él. Removía el café.
-¿Y
no se te ha ocurrido ser pirata en la tierra?
Él
reía. Se mesaba la barba. Se atusaba los bigotes. Se quitaba las gafas y cuando
me ofrecía a limpiarlas negaba con la cabeza. A veces olvidaba sus manías. Se
apartaba el pelo de la cara echando hacia atrás la cabeza. Al hacerlo me
envolvía en colonia.
-No,
no. No es lo mismo. No podría izar las velas. No podría echar el ancla. Ni
gritar "¡marineros de agua dulce!"
Lo
he visto venir de nuevo. Su mueca amarga a mí se me antoja risa. Porque sé que
él ríe así, aunque ni lo sepa.
-¿Sigues
queriendo ser pirata?
Lo
he visto igual. Me he sentido las ojeras cargando mi rostro pero cuando hablo
con él parecen desvanecerse. Ha torcido la boca y se ha replegado el bigote,
canoso.
-Sólo
cuando hablo contigo -me ha dicho. Ha sacado un pañuelo del bolsillo y ha
limpiado las gafas-. Pero me sigo mareando.
Ha
mirado un momento al mar. A mí me ha dado tiempo de notarle las arrugas.
-Quiero
salir. Aunque me maree.
-¿Seguro?
-me he oído-. ¿Lo harás?
Entonces
el rostro se le arruga. Los ojos oscuros, grandes como almendras, sobresalen
entre los pliegues de la piel y las cejas blancas.
-Me
voy -susurra-. Llevo biodramina.
Y
ríe. Casi se le escapan las gafas. No me deja responder, dice que ha venido
sólo para informarme. Paga el café, me besa larga y profundamente, y se va. Lo
veo desaparecer entre el bosque del puerto.
Después
será cuando yo ría. Viejo, encorvado, reaparecerá a mi espalda. Que no voy, me
dirá, que me mareo. Que ya está.
No hay comentarios:
Publicar un comentario