La silla

El pueblecillo despertó sobresaltado aquella mañana. En el cruce frente al ayuntamiento había aparecido un objeto extraño que alborotó a los más madrugadores, hasta que despertaron a todos los vecinos. El alcalde, todavía en bata y sin desayunarse, ordenó a la policía que acordonara el recinto, y comunicó el hallazgo a instancias superiores.
En unas horas se presentó un grupo de eminentes filólogos y filósofos, cuidadosamente escogidos, que pasaron tres días acampados junto al objeto. Lo midieron y lo pesaron, cotejaron voluminosos tratados y anotaron todo en sus grandes cuadernos negros.
Al fin, se reunieron con el alcalde y le dieron su veredicto: dado que este objeto, por función, forma y uso, no se corresponde con ninguna entrada registrada en el diccionario, es un objeto nuevo. Por tanto, y hasta que se solucione, carece de nombre. Y desaparecieron en el autobús, sumiendo a los vecinos en una total confusión. El alcalde, alarmado, se apresuró a reunir al pleno municipal -esto es: él mismo, su cuñado y su sobrino que hacía las veces de conserje-. El objeto, concluyeron tras horas de reunión, deberá permanecer donde apareció. Se cortará el tráfico por precaución. Y nadie, absolutamente nadie -proclamaron en un bando solemne- deberá usar ningún nombre para nombrarlo.
Los vecinos se encontraron entonces con un objeto sin nombre y sin uso, y con la carretera principal cortada. El sitio se convirtió en lugar obligado de peregrinaje. Cuando los vecinos salían del trabajo, se reunían alrededor de la estructura, a discutir para que podía servir. Los jubilados lo hacían por las mañanas. Le daban vueltas, lo colocaban del revés y de costado, se sentaron bajo él y se lo colocaron sobre los hombros. Al principio fue divertido, sobre todo para los niños, pero pronto se cansaron. Hasta que alguien dijo un día:
-¿Y si me siento?
Y se sentó. Se le abrieron los ojos. Vio a sus vecinos como nunca los había visto hasta entonces. La calle, el ayuntamiento, el pueblo, parecía distinto. Todos eran más altos y alargados. Se achataban en sus bajos, parecían peras (se aperaban, hubiera dicho el vecino, de no tener miedo a que volvieran los filólogos de marras).
Los niños se aburrieron pronto del juguete y se lo quedaron los adultos. Se turnaban para ver la ciudad crecerse, para ver a los paseantes a la altura de los culos.
No tardaron en surgir voces dispares: que qué era eso de sentarse en la calle, si siempre se había estado de pie. La calle es para caminar, no para observar, decían. Que si era una indiscrección eso de mirar a la altura de las barrigas y mil cosas más. Los vecinos, que siempre había gozado de relaciones tranquilas entre ellos, se volvieron desconfiados, huraños. Se organizaron manifestaciones a favor y en contra del objeto sin nombre y los debates salieron de los bares para convertirse en encarnizadas peleas.
Pero un día, volvieron los filólogos y filósofos, acompañados de una orden judicial, muchísimos papeles, y un gran camión. Se llevaban el objeto, dijeron, a exponerlo en el museo nacional, donde todos podrían disfrutar con su contemplación. El alcalde, abrumado ante tanta seriedad y cantidad de papeles, no opuso resistencia, y el pequeño objeto sin nombre desapareció del pueblo dentro de una cajita acolchada.
La tranquilidad tardó unas semanas en volver al pueblo. Al cabo de una generación, nadie recordaba aquel objeto sin nombre.

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