Capo Vaticano

Nos sentamos en la terraza, que termina justo donde cae el acantilado. Ha sido un día largo y amenaza tormenta, pero el mar nos atrae tanto -a unas porque nunca lo vemos, a la otra porque nació en él- que decidimos apurar un poco más la tarde a riesgo de perder el tren.

Y es que el Mediterráneo está hoy precioso. Se lo digo al camarero que se acerca a la mesa y él asiente. O es lo que yo interpreto cuando lo miro a los ojos. Son unos ojos pequeñitos pero muy azules, tan azules que pueden mirar más allá que los nuestros. Parecen confundirse con el mar.

Quiero volver, me dicen ellos. Y luego lo repite él. Se ven distintas las cosas desde allí, cuenta, sin nada que rompa la visión, sin nada más que agua. Desde pequeño he estado en el mar: he pescado y he trabajado mucho. Me he ganado la vida con él, he conocido el mundo a través de él.

La tormenta ha estallado cerca de las islas y desde tierra se escucha el repiqueteo de la lluvia.

-E adesso...? -pregunto.

Todo ese mar se encierra de nuevo en dos puntos, en sus dos ojos azules que se vuelven agua. Mientras atiende la mesa, me parece que saltan del acantilado. Nos ha contado su historia entre idas y venidas, con gesto de resignación, mientras ayuda a sus padres en el restaurante. A través de la comida, nos cuenta mil cosas de su tierra, que le ata. La tierra que quiere dejar por el mar.

-Aspettate, ragazze, che vi porto il pane. Il formagio è buonissimo con il pane e la marmelata...

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