Ajenjo

El escritor se sinceraba:

-Llevo meses sin escribir.

-¿Has probado a emborracharte como los románticos?

-Sí. Pero no funciona. ¡Oh, cómo me gustaría ser como ellos! Sumergirme en absenta, viajar por mil mundos extraños, disertar sobre filosofía y, por la mañana, encontrar entre la resaca un buen puñado de poemas, el inicio de una inspirada novela, un cuento ingenioso... ¡Oh! Marco es capaz de tocar el piano borracho y sin ver. Lo juro, lo he visto. Yo mismo le he colocado la corbata sobre los ojos. Y a Antonio... tienes que verlo. Si grabáramos sus discursos -porque son verdaderos discursos lo que suelta cuando está bebido- habría fundado una nueva escuela filosófica. No sabes qué gusto es escucharlo. ¡Qué frases, qué sustantivos tan esquisitamente elegidos!

-¿Y tú?

-¿Yo? -al pobre escritor se le escapan las lágrimas- ¡Oh! Soy muy desgraciado. ¡Tengo unas borracheras tan vulgares! Río sin parar, digo obscenidades a las mujeres, apuesto demasiado al póker y me despierto en mi cama, solo, sucio, y con ganas de ir al baño. Es horrible... Lo único que me consuela es que el propio alcohol me hace olvidarlo todo.

-No te tortures, esas fiestas son una bendición. Todos van tan borrachos como tú, también las olvidarán.

Y, mientras los dos amigos terminaban el café, la musa, cruel y divertida, repasaba en su cabeza todas las noches del escritor. Después, a solas los dos, le torturaría con cuentos imposibles llenos de personajes vulgares, de frases absurdas y obscenas... Las mismas que el escritor olvidaba.

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